Septiembre

Septiembre es un mes que no tiene quien lo defienda. 

No es un mes serio y grave como enero, ni entrañable y lleno de buenos deseos como diciembre. No es un mes bravo como febrero, ni es tan valiente como ese octubre que se presenta recostado en las puertas del invierno. No tiene idus de los que guardarse (y con los que famosear) como marzo; ni anuncia lluvias, como abril. No puede presumir de tener la noche más corta, como junio; ni es el mes más caluroso, como julio. Nadie lo llora cuando se va, como agosto. Y no es propenso a la melancolía, como noviembre; o propenso a las alergias, como mayo. Septiembre es un mes corto después de dos meses largos; es un mes en el que uno no sabe si abandonarse a la pereza o resistirse a la energía; es un mes que de pronto llega y nadie sabe cómo ha sido. Y que de pronto se va y te pilla de sorpresa. 

Entra septiembre y uno no sabe si se va o llega. Me encontré con Rosi en el pueblo, el fin de semana pasado. No la había visto en todo el verano salvo un día de principios de julio, en el que me pareció reconocerla de lejos, llevando a su padre de la mano. «¿Apurando el verano o ya inauguras temporada de invierno?», le pregunté. «De veraneo aún», me contestó; y luego completó, con su sorna legendaria: «iHija, que no he sacado brillo a las Katiuskas!». Esta es la naturalidad con la que sobrevolamos ese lugar común de que en septiembre se acaba el verano, cuando todavía quedan 21 días para el otoño.

Pero es un lugar común poblado con más cosas, como por ejemplo que en septiembre se acaba lo bueno y empieza lo malo; o el mes en el que se pasa del descanso a la rutina, cuando muchas veces es lo mismo, o al menos en lo que se refiere al aburrimiento. Y es que hay años en los que el veraneo arranca anodino y luego no remonta, y uno está deseando volver a las costumbres de siempre para poderse sorprender con la novedad. Y eso es lo que trae septiembre.

Este fin de semana, a eso de las 9 de la mañana, sentada en un banco al sol con un extraordinario pinar enfrente, mi perro a los pies comiéndose una piña, pensaba yo en todo esto. Qué bonito es septiembre, me dije, y qué poco valor se le da. Creemos que llega septiembre y todo termina, pero en realidad somos nosotros los que nos vamos. Así es que es un abandono, y no un final. Es un abandono inconsciente, un abandono casi impensado o al menos involuntario, es un abandono inverosímil si uno se fija en la serenidad de septiembre: El tiempo es bueno, sin ser agobiante; los días son largos y, sobre todo, ya no queda gente allí donde lo mejor es que no haya gente. Ya no hay gritos de niños en la plaza, en la piscina, en la calle; ya no están llenos los aperitivos; ya no ves señoras vestidas de forma grotesca andando deprisa, ni ciclistas de culo gordo estorbando por la carretera, ni grupos de matrimonios cotorreando al atardecer. O sea, que septiembre es un mes que tiende al silencio y a la armonía, y esto es muy de agradecer.


Y luego está la luz. Pasas del 31 al 1 y todo se serena. Bueno, esto es una ficción, pero lo que está en la cabeza es lo que forma la realidad y no hay forma de ver la realidad de otra forma, y no voy a revisar esta frase. Qué bonito es septiembre y qué poco valor se le da.

Visio hartazgo

Estaba aquel hombre tratando de explicarnos algo bastante complicado, un asunto legal que requería un esfuerzo de matización y un control del lenguaje muy sutil para entenderlo bien. Cuando llevaba menos de diez minutos de exposición, el ponente desapareció. No es que se marchara, o que huyera o escapara. Tampoco se escondió. No se desvaneció, ni se borró, ni se disipó. Ni siquiera antes se difuminó o se atenuó. Y tampoco lo vimos desintegrarse o desvanecerse. Sencillamente estaba y de repente ya no estaba.

Creo que no hará falta decir que no era una reunión presencial. De ser así, entonces yo les estaría contando un fenómeno cercano al poltergeist y no, porque una servidora todavía conserva la cordura (o al menos trata de aparentarlo). El caso es que después de varios minutos de desconcierto, durante los cuales todos parecíamos conejillos sorprendidos por los faros de un coche, el ponente pudo regresar, pero ya su exposición, tan bien preparada, se había estropeado. Para empezar, ahora sólo se le veía la mitad de la cara llenando toda la pantalla (en su azoramiento habría tocado algún control de cámara), y mentalmente había perdido el hilo y se le veía desmadejado. Ya no sabía dónde se había quedado él o dónde nosotros, y la reunión se volvió tan confusa -y su imagen tan inquietante- que resultó inútil.

Además de esta clase de inconvenientes técnicos, cuando pienso en las puñeteras visio conferencias o en las reuniones telefónicas que vienen asociadas al tele trabajo no puedo olvidar el asunto de la profusión. Parece que como no tienes que ir a ningún sitio, puedes ir a todas partes. Y que como no tienes presencia, tienes que hacerte presente. Una proveedora me dijo el otro día que se pasaba el día entero enlazando reuniones en Teams, una detrás de la otra. Me decía que a ella la convocaban y que aceptaba casi sin mirar, casi sin criterio. Eso me dijo: “Carmen, he perdido el criterio. Ahora voy y vengo de un lado a otro sin moverme de mi habitación”. Desde entonces no me quito de la cabeza la idea de un orinalillo debajo de la mesa.

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Miren, antes de esta locura (y dejémoslo ahí), tener una visio era algo esporádico y podía hasta tener su punto divertido. Eran más frecuentes las conferencias telefónicas, sobre todo cuando el cost killing empezó a morder en la línea de viajes profesionales. Ahora la locura ha distorsionado el mundo y lo ha vuelto contra natural, lo ha convertido en una ficción de la tele. Yo empiezo a estar cansada de perder mi tiempo con cables y configuraciones (y con figuraciones). Rara es la vez que la reunión no se interrumpe porque hay uno que no oye, otro que no ve, otro que no puede conectar; otro que se ha dejado el mute abierto y nos atorra con sus ruidos privados; otro que se lo ha dejado cerrado y lleva media hora hablando solo; otro que no encuentra el enlace; otro que interrumpe para saber dónde está la presentación y da la lata hasta que la encuentra; otro que es inquirido después de que haya dejado una notita en el chat “os tengo que dejar, chicos”; otro que interrumpe para decir chicos, os tengo que dejar; otro que se ha puesto un fondo de esos que les hace desaparecer las orejas cuando se mueven y te da grimilla; otro que te da grimilla viendo las cortinas de su casa y otros que te dejan pillada pensando si estarán en una cueva. No sé, es un poco infantil todo, pero no hay nada más serio que un niño que juega.

Cuando ahora tienes una reunión presencial de varias personas agradeces que la gente se mire, que se hable con normalidad, que se exprese con el cuerpo o con la mirada, que se oigan unos a otros, y te das cuenta de cómo todo fluye, de cómo se recupera no ya la normalidad, sino sobre todo la naturalidad. Son los adultos, que han entrado en la sala y se disponen, ellos también, a jugar.

Mañana es lunes.

Que te coma una ballena

Leo en el periódico que Michael Packard, un pescador de Massachusetts, estaba pescando langostas a 15 metros de profundidad y, de pronto, sintió un golpetazo muy fuerte, se quedó a oscuras en un sitio duro, empezó a sentir mucha presión, y luego salió despedido a la superficie del mar para volver a caer al agua. La explicación es que se lo había comido una ballena y luego lo había escupido.

En realidad la ballena no se lo comió, sino que se lo metió en la boca por error. La ballena iba a por el kril, y Michael estaba en medio. O sea, un accidente. No les voy a pedir a ustedes que se imaginen que son una ballena, ni siquiera que se pongan en su piel, aunque sí les veo capaces de tener algo parecido a la compasión por ese pobre animal que detectó un rico banco de plancton y que, cuando se lo metió en la boca, se encontró por ahí un bicho inesperado. O sea, Michael. Su sensación debió de ser parecida a la que tienes cuando te comes una aceituna que no sabes que lleva hueso. En el artículo lo comparaban a comerte por error una mosca que hay en la sopa, pero es una comparación asquerosa que sólo escribo para que me feliciten por encontrar el símil más delicado de la aceituna.

Michael no le ha dado al suceso demasiada importancia, aunque también contribuirá el hecho de salir vivo y, sobre todo, entero. Sí que parece que pasó un mal rato, en especial cuando comprendió que estaba dentro de la boca de un pez. Por lo visto, una vez que descartó que se lo estaba comiendo un tiburón (lo que debió de ser un gran alivio), pensó: «Oh, vaya, así es como va a acabar todo, Michael, comido por una ballena». Después, según ha declarado, se acordó de su esposa y de sus dos hijos. Pero eso lo ha declarado al salir. Que no es que yo desconfíe, no es eso, pero fíjense en todo lo que tuvo que hacer en menos de 30 segundos:

1.- Comprender dónde estaba, que no era fácil: descartar que fuera un tiburón, imaginarse que estaba en la boca de una ballena, hacer esfuerzos para no desmayarse… Yo aquí le calculo unos diez segundos.

2.- Buscar el regulador de oxígeno, que no estaría en Cuenca, pero que en aquellos dramáticos momentos lo parecería. Pongan aquí cinco segundos.

3.- Pensar lo de «Oh, vaya, así es como va a acabar todo…». En esto no tardaría apenas nada, digamos un momentillo.

4.- Luchar a brazo partido contra la presión de la lengua de la pobre ballena, que estaría en ese momento haciendo una especie de enjuague de boca para ver si pasaba aquel bicho con bombonas por la garganta o lo tenía que escupir. Aquí no hay que tasar el tiempo, porque me parece imposible pensar en nada.

Luego ya lo siguiente fue salir despedido entre espuma, y el único pensamiento que se me ocurre es «¡Ayaya yayayyy!».

Con semejante tensión, 30 segundos no dan para mucho diálogo, aunque sea con uno mismo. Sí que pensaría en su mujer y sus hijos, pero tiene pinta de que fuera después. Digamos que ya en el barco o en el bar del puerto, en el que le ofrecerían un carajillo o algo similar, digo yo. Que no es una crítica, entiéndanme, pero sí un aviso para que no se crean todo si alguien decide hacer una película con este suceso. La memoria deja siempre una huella en la narrativa de la vida que luego se transforma en literatura, y eso nos permite contar cosas sin afearlas. Pero es solo eso, literatura. O sea, ficción.

De todos modos, la de Michael es una historia increíble que yo me creo perfectamente, entre otras cosas porque su madre, una señora con más de 80 años, dice que su hijo no miente. Así es que, en el supuesto de que no me creyera lo que dice él, sí me creeré lo que dice su madre, que no tiene edad para mentirijillas. Y también porque el hombre tiene cara de que se lo haya casi comido una ballena y de estar vivo para contarlo. Por si acaso no le han visto, aquí les dejo la foto. ¿Tengo razón?

Gracias, Zidane

Esta es la tercera vez que Zidane se despide del Real Madrid. Y yo, por tercera vez, lo siento. Sin embargo, lo que él haga contará con mi respeto y no quitará de mi corazón ni un pedacito de agradecimiento. Zidane tiene mi devoción.

He oído alguna que otra tontería sobre su marcha, pero yo tengo para mí que Zidane se ha ido por respeto. Él conoce el club, su historia, su filosofía, su forma de estar en el mundo, y comprende que, en un sitio en el que se despide a entrenadores después de ganar una copa de Europa, lo que procede después de una temporada sin títulos es irse. El Madrid hubiera aceptado que se quedara, pero… si Real Madrid no se lo permite a otros, ¿cómo esperar que Zidane se lo permita a sí mismo? Es el respeto a un club, a una historia, pero también (y sobre todo) Zidane ha demostrado respeto a sí mismo y a su prestigio. A su palabra. A su trayectoria. A su manera de hacer las cosas. ¿Que estaba cansado? Pues posiblemente también, que entrenar al Madrid es mucho tute.

Cinco años ha estado de entrenador y ha ganado dos ligas, tres copas de Europa y otros trofeos, como copas del mundo de clubes y supercopas, cosas así. Vino en 2019 a sustituir al lánguido de Lopetegui, apostando su prestigio a un equipo agotado de tanta gravedad, y con todo ganó algo ese año y luego, en el 20, ganó la liga de la pandemia, una liga triste que el madridismo no celebró (en estos días, por cierto, he oído a alguno llamarnos amargados por ello, la verdad es que hay gente peculiar). Este año, con todas las lesiones y enfermedades en contra, Zidane ha llegado a semifinales de Copa de Europa y ha luchado la liga hasta el último segundo. No hablaré de arbitrajes, porque me parece de pobres, pero sí que haré un poco de fútbol ficción: yo creo que si el segundo gol al Villareal en el último partido, el de la presión total, lo hubiéramos marcado diez minutos antes, entonces habríamos ganado la liga. Pero al fin nada se ha ganado y Zidane entiende mejor que nadie que no puede seguir. Sea, tal vez es así mejor para todos: no vale la pena arriesgar un mito que quizá quiera (o deba) volver algún día.

Ningún equipo compite como el Real Madrid, ni para bien, ni para mal. Oí decir a Valdano, ese alacrán, que la temporada del Madrid este año había sido mejor que la del Barcelona, a pesar de que éstos se llevaron la Copa del Rey, y yo estoy de acuerdo. La copa del Rey como único palmarés de la temporada no nos sirve y, por lo que se ve, al Barça ya tampoco. A estas cosas se las conoce como exigencia, y yo comprendo que en un mundo de mediocres en los que se valora igual intentarlo que conseguirlo, todo esto que digo puede parecer extraterrestre. Lo siento, cambien de club y consideren el infinito.

Ahora vendrá otro entrenador y tendremos que exigirle lo mismo que a Zidane. He visto por ahí a un italiano con pinta de CEO de empresa familiar y a otro italiano con cara de finalista de la OTI. Hay otro que por fortuna ya no va al campo en chandal y se oye hablar de otra leyenda madridista. Si me preguntan, yo pediría a alguien de confianza, más que nada para meterme con él sin tener que aprenderme cómo se escribe su nombre, aunque para eso tendré que esperar a que se me pase el disgusto.

En fin, gracias, Zidane. Esa mirada.

Adiós, Currita, hasta siempre

Curra, mi perra querida, murió el pasado 26 de marzo. Este post me ha costado muchos borradores y ha sido muy difícil de escribir. Pero ella le dio nombre al blog y el tributo es obligado.

Curra ha vivido quince años, que son los que hemos pasado juntas. Ya estaba muy mayor, y en el último año y medio había superado algún que otro match ball. Hasta que no pudo más. Los perros te avisan a su manera de que han llegado al final. Con los ojos, con su comportamiento, con su gesto. Curra eligió dejar de comer de forma radical, dejó de comer obstinadamente, casi como una rebelión para que yo no tuviera dudas. Y yo no pude hacer otra cosa que rendirme ante su instinto y llevarla a que muriera en paz.

Era la abuelita del parque, una ancianita que nunca perdió la costumbre de hacer la ronda buscando quién le diera un chuche, y que cuando lograba dos o tres golosinas se plantaba en el mismo centro, quieta como el nomon de un reloj solar, mientras el resto de los perros correteaba a su alrededor esquivándola milagrosamente. Los días que había muchos cachorros sueltos me la llevaba de allí, no fuera que alguno me la tirara al suelo y la terminara de desgraciar. Y es que alrededor de Curra ya sólo podía haber delicadeza. Delicadeza y asombro: ¡Curra es eterna!, gritó una chica en el parque cuando la reconoció hace un par de meses, porque la había tratado de niña y ahora era una mujer que encaraba la treintena.

Viejita y todo, se levantaba por las mañanas contenta y brincaba por el portal cuando la sacaba a la calle. A veces se alocaba olvidándose de su edad y de sus reúmas, y se caía al suelo, y se quedaba ahí, asobinada, esperando a que yo fuera a levantarla. Las pelotas de goma y los juguetes hacía mucho que se habían guardado en un altillo, porque la pulsión de ir a por ellas a toda costa no la había perdido del todo y no le convenían los excesos. Se apuntaba a salir siempre que te pusieras el abrigo. Y entonces nos íbamos ella y yo de paseo, a caminar despacio, porque ninguna de las dos tenía ya ninguna prisa.

La vida de Curra en este último año, con toda su vejez a cuestas, con sus achaques y debilidades, fue una vida pausada, lenta y paciente, con algún que otro destello, como esos rescoldos que para reavivarlos se soplan con mimo y así nos siguen dando algo de calor debajo de las cenizas. Y en casa, en mi familia, todos compensábamos su mengua de energía con más cariño si cabe, con mayor devoción si eso fuera ya posible, con la ternura que ofrece la indefensión del perrito anciano, que es muy parecida a la fragilidad del recién nacido. Y así fue hasta que ella quiso que fuera.

Curra ha muerto, pero el recuerdo queda. Yo siempre la llevaré en mi corazón como la perra buena, noble y cariñosa que era. Sobre ese triángulo construyó su personalidad, en la que faltaba astucia y pillería, en la que no había egoísmo ni celos, y para la que no necesitó nunca ni un asomo de fiereza. Ha sido una perra dócil y generosa que no exigía atención y que, sin embargo, siempre la merecía, precisamente porque no se preocupaba por ella. Una perra que podías llevar a cualquier parte y que era muy querida por todo aquel que la trató, aunque sólo fuera por unos minutos. Una perra divertida y simpaticona que se dejaba querer y que es imposible de olvidar. Esa era mi Curra.

Ha vivido quince años y ha vivido muy bien. Ella ha sido muy feliz y yo con ella también he sido muy feliz. Me quedo con eso, con la felicidad, y no con la tristeza y el dolor de la pérdida. Y creo que es lo justo, creo que es lo que se merece su recuerdo. Curra ha sido mi amiga, mi compañera fiel, mi perrita del alma. Curra ha muerto y ahora, ya para siempre, la echaré mucho de menos a mi lado. 

Un beso energético y un trocito de pan. Descansa.

Madrid tras la tormenta

La gran nevada, tal y como previsto, nos ha dejado un paisaje parecido al de Beirut, pero más incómodo porque no lo ves desde el sillón. Madrid está hecha un asco, con mucho roto y llena de montoneras de nieve de un afligido color ala de mosca. Debajo de estas montoneras, y mezclado con ellas, hay de todo. Desde lo que es medio visible, como ramas de árboles, plásticos y cáscaras de mandarina (que al menos aportan colorido), hasta lo imaginable que es mejor no imaginar. Lo que no es de prever es que esto traiga bichos, aunque por el tiempo que llevamos con ellas no extrañaría ver ahí telas de araña. Ya los únicos que disfrutan de los lugares con nieve, que son muchos todavía, son los perros. Y los dueños que no limpian las cacas.

Cualquiera con media neurona activa podía tener la certeza, el mismo domingo por la mañana, de que esto en un par de días no se quitaba. Nuestra sociedad ha perdido la paciencia porque la confunde con la resignación, y por eso no la echa en falta. Yo diría que este ambiente de Berlín post bélico lo estamos viviendo como una penitencia, y dejémoslo ahí. Los madrileños, en cuanto hemos podido, nos hemos puesto a vivir como si no hubiera montoneras, ni hielo, ni estuvieran las calles destrozadas, porque mientras podamos ir a los bares, ¿a quién le molesta un poco de hielo negro?

Lo que sí hemos aprendido son muchos nombres. Ahora que llega la lluvia, yo he sabido de los imbornales, que son esas rejillas del suelo que protegen a los viandantes de caerse a una alcantarilla. Sin querer, por supuesto. Los imbornales tienen un nombre horrendo (asociado con la lluvia y las cloacas suena como a orinales), pero su misión ciudadana es de lo más honorable. Y también hemos sabido ahora de cosas ingenieriles interesantísimas, como son los tanques de tormenta, que es un nombre mucho más poético que el más vulgar de aliviadero. 

Me parece en cambio que, en estos días, y ya van para diez, no hemos reparado en otros nombres, como el de quitanieves. A ver. Una quitanieves no quita-la-nieve, sino que la amontona en los lados, a veces con forma de muros, otras con forma de churrete y las más en un apelotonamiento que parece gritar sálvese quien pueda. ¡Que traigan quitanieves!, clamaba el pueblo de Madrid, cuando debería haber pedido excavadoras y contenedores. He leído por ahí el volumen de nieve caída y… en fin, mejor dejar que la lluvia y la subida de temperaturas nos quite toda esa guarrería.

Todo esto se arreglará, no tengo dudas, y se limpiará (sí tengo dudas), pero lo que mal arreglo tiene es la escabechina de los árboles. Dice Trapiello en su libro de Madrid que «La mayor conquista de la civilización urbana occidental, junto con el alumbrado, el alcantarillado y la traída de agua a las casas, ha sido la entronización clorofílica en sus espacios públicos». Es una frase un poco cursi (¿Entronización clorofílica? Dios mío), pero encierra una gran verdad, y es que los árboles en las ciudades explican la ambición de bienestar de sus habitantes. En Madrid ha caído o se ha visto dañado un tercio de sus árboles, que son muchos, casi 700.000. Y un árbol no se improvisa. Para que crezca no hay más remedio que dejar pasar el tiempo.

En fin, la nueva borrasca, cuyo nombre paso de aprenderme, nos trae la lluvia y el viento. Yo creo que la cuota de inmoderación ya está cubierta con la nevada, pero nunca se sabe. Pero como vengan con fuerza, veremos a los árboles huir por las calles, convertidos en Ents que buscan su salvación.

No ganamos para sustos.

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Fotografías tomadas el sábado 16 de enero

Madrid, de nuevo

Ha nevado en Madrid. La mayor nevada del siglo, han dicho, aunque decir eso es muy poco meritorio. Si hoy estuviéramos en enero de 1999 sería un record centenario, pero en 2021, con más de tres cuartos de siglo por delante, la frase es, cuando menos, un poco apresurada.

Empezó el viernes por la mañana a ritmo de bolero, luego la nube se pasó a la rumba, y a las ocho ya sólo se podía caminar. Alguien me dijo que ningún ser vivo había visto una nevada como esta en Madrid, y es cierto siempre y cuando demos a los árboles por muertos, aunque viendo cómo han quedado algunos igual es lo más corto que podemos decir. Unos tronchados, otros mancos, la mayoría con ese rictus penitente que se les queda al soportar tanto peso en sus ramas. Hay un pobre sauce delante de mi ventana que da hasta risa debajo de tanta nieve. Yo lo miro cada diez minutos a ver si se ha caído y ganas me dan de gritar a los vecinos que lo rocíen con agua caliente y le procuren algo de consuelo. Parece un viejecito jorobado apoyado en un bastón a punto de cruzar una calle sin semáforo. No apuesto por él.

Me emocionó el viernes por la noche y el sábado temprano, al sacar a las perras, ver así el barrio. La quietud, la solitud, el silencio. Tantos días de marzo y abril me vinieron a la memoria, pero con cuánta diferencia. Ayer era como si la mudez brillara en un Madrid que no sabe estar callado. Ayer no sentía esa calma siniestra y apocalíptica del confinamiento, la tristeza de los muertos, la parálisis del miedo. Ayer la quietud traía sosiego, ternura, serenidad y hasta seguridad, a pesar del quejido de los árboles.

Y luego, al avanzar la mañana, es cuando se vio Madrid. No sólo ese Madrid embellecido por la nieve y extrañado de claridad. No. Eso, para las postales. Ayer vimos de nuevo el Madrid que es.

La nieve aporta armonía y un orden visual que los madrileños nos dedicamos a desordenar con una entrega conmovedora. Con nuestros paseos por el barrio, con las guerras de bolas en Gran Vía, con los bailes en la Puerta del Sol, con los esquíes por Alcalá y con los trineos por todas partes. Hasta muñecos de nieve con forma de menina nos dio tiempo a hacer. Los madrileños ayer salimos a deambular como si no nevara. Y también salimos a reírnos del mundo, que para eso nos lo han puesto alrededor. 

Este es el Madrid que es. Un Madrid divertido, curioso, imaginativo, descarado, juguetón, algo rebelde y, por supuesto, muy echao pa’lante. Ese Madrid travieso que va a su aire y al que, cuando lo rodea la inclemencia, le sale la simpatía y la compenetración. El Madrid disfrutón y un poco infantil. O quizá se ajustaría más aquello que cantaba Brel (sin referirse a Madrid, sino a unos amantes): «Hemos necesitado mucho talento para llegar a viejos sin ser adultos». 

Me parece que el de ayer es un Madrid inexplicable para el que no vive aquí y marciano para el que no ha estado nunca. Deberíamos cambiar su histórico lema, tan poético como poco práctico, por el más corto y preciso de El que quiera, que me siga y así tal vez empezarían a entender algo los que son tan repelentes con nosotros. O no, ¡qué más da! Madrid va a su aire, aunque traiga copos de nieve.

Hoy, con un sol radiante y un cielo bien merecido, hemos salido de domingo y evaluado la magnitud del destrozo tan bonito que Filomena (a mi pesar) nos ha puesto delante de los ojos. También, si se tercia, a tomar un aperitivo a algún bar que se haya atrevido a abrir (que los hay). Y ya mañana lunes, rodeados de sirenas, soportaremos la incomodidad y el trastorno de esta movida, pero sin dejar que el desconcierto nos aflija. Seguiremos dando de qué hablar porque a Madrid le gusta mostrarse sin importarnos mucho que nos critiquen. Allá los otros: que cada uno mire y diga lo que quiera. ¡Y que nos quiten lo bailao!

Año de nieves, año de bienes. Sea.

Imagen tomada el 9 de enero, hacia las 9:30

Protestas low cost

Diez personas cortaron el lunes la Calle de Alcalá de Madrid, a la altura del Banco de España.

Diez personas.

Protestaban porque no estaban de acuerdo con una decisión del nuevo alcalde.

Diez personas.

Salieron en todos los telediarios.

Diez personas.

Diez.

Qué barata puede llegar a ser la publicidad en España.

Acuerdo sobre el blog

El otro día un amigo me comentó que, dado que últimamente yo no escribía mucho, montara un blog a medias con otro bloguero que conocía él. Parece ser que el otro bloguero tampoco escribe mucho y tampoco tiene muchos lectores, y que así los dos saldríamos ganando y nuestros lectores también: al parecer son casi los mismos, y tienen un perfil muy similar.

No me pareció mala idea. Todo lo que sea beneficiar a mis lectores es bienvenido y yo, por supuesto, estoy dispuestísima. ¡Todo sea por ellos! Y además, soy una persona muy dialogante. Mejor que dialogante: soy una persona abierta al diálogo.

Mi amigo, que es lector asiduo de blogs, me decía que él veía lógico y fácil el acuerdo. En la supuesta alianza, los dos blogueros pondríamos nuestro nombre en cada entrada, e iríamos alternando en la escritura. Nos podríamos repartir los temas, por ejemplo yo hablaría de fútbol y él de baloncesto. Y de este modo, atraeríamos tanto a los seguidores de futbol como a los de baloncesto. Creo que él también sabe de tenis, o sea que la parte de deportes estaría cubiertísima. Y eso es genial, porque los deportes atraen a muchos lectores y muy fieles.

Tal vez, eso sí, deberíamos llegar a algún acuerdo o compromiso. Por ejemplo, el nombre del blog. O no publicar los dos el mismo día. Y publicitar un poco el blog en nuestras cuentas de tuiter, en donde él tiene muchos más seguidores que yo, al revés que en Instagram, en donde yo le gano por goleada. Vale, le dije a mi amigo, yo estoy abierta al diálogo.

Mi amigo parece ser que lo habló con este otro bloguero y parece interesado. Eso sí, yo ya he dicho que en mi cuenta de Instagram sólo voy a publicitar Un mundo para Curra, no el blog común, porque mis seguidores son míos. Y que escribiré las entradas que pueda o que quiera, porque si mis lectores me aguantan aquí escribiendo poco, no veo por qué voy a escribir más. O menos. O mejor o peor. Yo, a mi ritmo. Y luego que publicaré cuando me parezca adecuado y si ese día ha publicado él, pues mala suerte. Y escribiré de lo que yo quiera, eh, que eso es una línea roja. Y si quiero escribir de un tema del que él sabe más, de baloncesto por ejemplo, pues mira, mientras no me corrija, todos contentos. De todos modos, yo estoy abierta al diálogo. Mi único interés es que mis lectores salgan ganando y sean más felices leyendo blogs.

Sobre acordar un nombre para el blog, no sé, quizá no sea necesario. Podemos escribir aquí, yo le doy una clave de invitado (con restricciones, por supuesto), y así mi lector filipino no se me despista. Eso sí, tendría que supervisar sus entradas, porque a ver si va a escribir de cosas que no me parecen bien, o pone frases que no me gusten o comas donde yo no las pondría. Eso sería inaceptable, qué iban a pensar mis lectores. Sí, mis lectores, los míos. Los suyos ya estarán acostumbrados a sus descuidos, allá ellos. A ver, yo estoy abierta al diálogo, pero veo una falta de ortografía y me sale el cordón sanitario del alma.

Mi amigo me ha dicho que el otro bloguero va a seguir solo. No lo entiendo, la verdad. Y supongo que ustedes tampoco lo entienden, de manera que deberá explicárselo. Y pedirles perdón de paso. Deberá rendir cuentas de su empecinamiento y de su falta de cintura. Y dar por hecho que ustedes ya no lo van a leer nunca en su vida jamás. Menudo fascista.

El Iphone buceador

No hubo nada heroico. Podría haber estado al borde de una piscina cuando, al auxilio de unos gritos de socorro, me hubiera lanzado al agua a salvar a alguien de morir ahogado. Podemos añadirle un componente dramático, por ejemplo, que el casi ahogado era un niño. O darle un tono sofisticado, que puede consistir en situar la piscina en un resort en las Maldivas. E incluso un aire romántico, terminando la historia comiendo perdices con el apuesto galán acalambrado.

Tampoco fue una situación divertida, como se dice ahora un momento fun (que no viene del inglés, sino del villancico aquel de 25 de diciembre, fun, fun, fun). Y es que cabría imaginar un domingo de sol y música, un grupo de amigos bajando el Sella en piraguas que no saben manejar y desde las que simulan guerras de piratas, entre risas, hermandad y alegría. Y en una de esas, zas, que te caes al agua.

Ni siquiera fue un suceso asombroso, de esos que te libras por los pelos para contarlo luego, entre el alivio y el trauma. Esas historias que tus amigos más morbosos se cuentan entre ellos. Por ejemplo, que vas paseando por el muelle de un puerto del norte cuando se levanta, soudain, la galerna, y una ola terrorífica se estrella contra las rocas y tú, por puro milagro, no la acompañas en su retirada, aunque acabas como una sopa. Para aumentar el dramatismo siempre podemos decir que fue en un puerto del País Vasco, y así ya no hay que entretenerse en describir la brutalidad de la ola.

No. No fue nada de eso. La realidad es que estaba yo por la mañana en bata pasando la fregona por el suelo de la cocina y, al agacharme a recoger el cubo, el cinturón de la bata se me metió en el agua sucia. Y como el cinturón va cosido, pues me la quité y eché la bata a la lavadora. Con el móvil dentro de un bolsillo. Los clonc, clonc, clonc que sonaban me hicieron agudizar la memoria y afinar el oído. ¿Habré metido unas zapatillas? No, que hace clonc y no pum. ¿Será un mechero? No, que el clonc es muy brutal. ¿Monedas? No parece, sonaría cling… Mira, casi que abro la lavadora. Y ahí estaba, el iphone.

Chorreaba pero seguía encendido. Lo dejé en una mesa, me llamé por teléfono, prudentemente alejada, y sonó. La huella no hacía mucho caso, pero al agitarlo al menos permitía meter el código. Mi explicación primera para tal prodigio fue que todavía no había salido el jabón y mucho menos había pasado el centrifugado, pero el pobre parecía un ecce apple goteante. Lo metí en una ensaladera llena de arroz y dejé que se consumiera la poca batería que tenía hasta el día siguiente.

Ha pasado una semana y ahí está, tan campante, aunque su aspecto es deplorable. Ha estado unos días afónico y el despertador funciona entre regular y nada, pero bastante tiene con disimular ese aspecto como de haber pasado por una escombrera. Incluso ha sobrevivido a mi falta de confianza: tuve que irme de viaje el miércoles y me llevé mi teléfono personal, que es un telefonito antiguo sin apps ni internet y que  conservo para esos momentos de la vida en los que de verdad estoy I’m out of office with no access to email, mensaje que no pongo nunca por parecerme de pobres, pero que no descarto terminar poniendo el día en que llegue a la conclusión de que, efectivamente, soy bastante pobre.

Llamé al responsable de los teléfonos de la oficina para que me lo cambiara, pero he decidido que no, que voy a conservarlo. Me interesa saber hasta dónde es capaz de resistir este teléfono y poder contar mi historia con un final de este tipo: «y me duró todavía sus buenos años, entre achaques (él) y dormidas (yo), que resistencia es eso y no la mía cuando era pequeña y no quería acelgas». Ah, Cupertino, mi capitán.